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Semana laboral de cuatro días, ¿sí o no?

Delsol es una empresa jienense de soporte de software. Ha sabido internacionalizarse con acierto, y buena parte de sus más de 53.000 clientes están en Sudamérica. Recientemente ha incrementado su plantilla en 25 empleados, hasta llegar a los 181, medida que no solo se dirige a garantizar una atención óptima, sino a hacer posible algo que en nuestro país aún suena a utopía: la semana laboral de cuatro días

El debate político en torno a la reducción del tiempo dedicado al trabajo escribió otro capítulo el pasado diciembre, con la iniciativa de Más País de implantar un máximo de 32 horas respetando los salarios. Pero esta cuestión no es nueva: muy al contrario, lleva décadas llamando a la puerta.

El ‘workation’ y el ‘coliving’: las otras tendencias laborales que ha originado la COVID-19

En cualquier otro ámbito, una normativa de 102 años de antigüedad se consideraría añeja y desfasada. Sin embargo, ese es el tiempo transcurrido desde que el 3 de abril de 1919 el entonces presidente del Gobierno, Álvaro Figueroa Torres, conde de Romanones, firmó el decreto que fijó como máxima la jornada laboral “de ocho horas al día o cuarenta y ocho semanales en todos los trabajos”. El movimiento obrero español se apuntaba así una de sus más grandes victorias después de la histórica huelga de la compañía eléctrica ‘La Canadiense’.

España fue pionera en ese momento, pero desde entonces poco ha evolucionado la jornada de trabajo en nuestro país. El estallido de la COVID-19 ha supuesto un cambio de paradigma en muchos aspectos, como la desaparición del miedo empresarial al teletrabajo, y la semana laboral de cuatro jornadas parece el siguiente tabú a discutir. 

Los referentes

Mucho ha llovido desde que, en 1930, John Maynard Keynes pronosticara que, para 2030, no se trabajaría más de 15 horas por semana. Falta menos de una década para la fecha de caducidad de este augurio y, aunque es improbable que se cumpla en su literalidad, sí hay ejemplos de normativas nacionales que han dado un primer paso.

Francia, siempre a la vanguardia, estrenó el nuevo milenio con la introducción de una jornada de 35 horas. La implantación se realizó en dos fases: una primera ley (Aubry 1) incentivaba a las empresas a que fueran integrando el nuevo horario; y una segunda (Aubry 2), lo hacía obligatorio.

Los críticos de la medida la calificaban de ‘reparto del trabajo’, y argumentos no les faltaban. Si bien el Ministerio de Trabajo galo cifró en 350 000 los empleos creados gracias a ella, los expertos señalan que esta subida fue debida, sobre todo, al descenso de las cotizaciones. Además, la poca concreción de la ley permitió que algunos empresarios organizasen los horarios de forma poco acorde al espíritu de esta, imponiendo jornadas más largas a cambio de más días de vacaciones y tardes libres. Por otro lado, colosos como el banco BNP optaron por la deslocalización.

En Alemania, la experiencia puede resumirse en una frase: “Todo funciona mejor con la jornada de seis horas, eso está claro, pero no nos lo podemos permitir sin subir los impuestos”. Así se expresó Daniel Bernmar, concejal promotor de la medida en la ciudad de Hamburgo, que en 2015 permitió que 70 trabajadores sanitarios disfrutasen de la jornada reducida. Se registraron mejoras en áreas como el absentismo, pero solo el experimento supuso un coste extra de más de un millón de euros para las arcas municipales.

Tres años más tarde, compañías como Daimler o Bosch ofrecieron a los empleados la opción de jornadas de 28 horas semanales durante dos años, prorrateando su salario. Este segundo experimento tuvo poco éxito entre los trabajadores, hasta que el estallido de la pandemia llevó al Gobierno teutón a resucitar este modelo, a través de subvenciones a las empresas que lo apliquen.

La pelota está en el tejado del empresario

EAE Business School señala que los investigadores y académicos que se manifiestan a favor de la reducción de jornada “parecen ser mayoría”. Y es que se trata de una medida fácil de defender: menos horas de trabajo dan como resultado empleados más felices y satisfechos, lo que se traduce en una mayor satisfacción y -por ende- un mejor rendimiento; en resumidas cuentas, más productividad en menos tiempo. 

La escuela de negocios cita estudios de las universidades de Cádiz y Zaragoza que concluyen que uno de los factores más relevantes en el rendimiento del empleado es la conciliación familiar. Y resulta difícil refutar que la jornada de cuatro días facilita en gran medida esa conciliación.

Para sus defensores, todo el mundo gana, incluso la atmósfera. Según un estudio de la Universidad de Massachusetts, acortar la jornada semana laboral un día le ahorraría al Medio Ambiente el 4,2% de las emisiones de CO₂.

Vistos los antecedentes normativos en los países de nuestro entorno, es razonable inferir que son las empresas, y no los políticos, quienes se encuentran en la disyuntiva de adherirse o no a lo que tantos beneficios teóricos presenta. Y tampoco faltan ejemplos de gigantes atrevidos: la filial japonesa de Microsoft implementó temporalmente la jornada de cuatro días. Fue un éxito tanto entre los empleados (un 92% se declararon satisfechos) como para la empresa (la productividad aumentó un 40%, el ahorro de electricidad un 23% y el de papel un 58%).

Los empresarios no se oponen frontalmente a este modelo, pero sí a que se convierta en obligación legal. La CEOE opina que, en todo caso, debe ser pactado a través de la negociación colectiva; esto es, el diálogo entre el emprendedor y sus empleados. Así se generalizó en la plantilla de Delsol, que pactó la reducción con el comité de empresa, abriendo el camino a otras compañías patrias que ya disfrutan de fines de semana de tres días, como Zataca y La Francachela.

Por José Sánchez Mendoza

Imágenes | @rodolfobarreto y @linkedinsalesnavigator en Unsplash

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